El barro y la ventana abierta en lo de Santini (Por Patricio Eleisegui)
Año 1989, según mis cálculos (Poco precisos -por cierto- en este momento de escritura: son las 9 de la noche de un miércoles y hace poco más de una hora que salí de la redacción)
Presa de los típicos 11 años en los que uno sólo piensa en huir de la escuela para únicamente jugar (a la guerra, en el arroyo, a los “tutateis” con Lelo Beli y Emiliano Fernández en la Colonia de Vacaciones, a los soldaditos o, ya en verano, a depredar cuanto árbol de guindas o arbusto de frambuesas se muestre cerca) me encontraba jugando al típico espadeo con ramas con uno de mis compañeros de la primaria: Jesús Montero. El pibe en cuestión vivía a poco más de una cuadra de una de mis “enemigas”, por entonces, más acérrimas: Ana Cecilia Santini. Sí: la hermana de Daniel...
Burlona como pocas, Ana se ocupaba de complicarme la vida cada vez que, por ejemplo, varones contra mujeres nos enfrentábamos jugando a la agarrada en los recreos de la Escuela Nº 6. Rival de cuidado (lo reconozco) la chica siempre daba con el pretexto adecuado para safar: “ya había tocado casa”, “no vale agarrar del guardapolvo”, “tarado”, etc. Fuera del colegio, Ana también se encargaba de tomarme el pelo con algunas de sus mejores amigas del momento, esto es, Carina Félix o Miriam Antinori.
En síntesis, gente: Ana me hacía las mil y una. Y yo no tenía modo de contestarle... además estaba eso de que era mujer, y a las mujeres no está bien que uno las ahogue un poco en el dique San Bernardo o las piletas municipales... Por eso mismo, lo mío era una vena en constante crecimiento. Y la joven Santini, conocedora de esto, no hacía más que abusar de las circunstancias...
Quizás por ello hoy, 22 de noviembre de 2006 y entre sonrisas dignas de otro tiempo, vuelven a mí los recuerdos de esa tarde de venganza clavada al almanaque de 1989. Se hace vívido el momento en el que le dije a Jesús eso de que “Cecilia me las va a pagar” y puse proa rumbo a la casa de los Santini, ubicada casi en la esquina frente al inolvidable “Irupé” de Néstor Gil.
Troté por la vereda, frente a la vivienda, y nada: me pareció que no había nadie. La camioneta roja de Santini no estaba. Doblé la esquina y, aprovechando lo cómodo de un baldío pegado a la casa de Ana, me mandé franqueando la vivienda de manera lateral. No. No había nadie... Pero entonces, ¿cómo iba a vengarme? No hay venganza menos efectiva que la que no tiene destinatario... Una vez más, no me quedaba otra que volver a mi casa con el orgullo por el suelo. Hasta que la vi... la ventana abierta... y al alcance de la mano, una montaña de tierra; repleta de cascotes demasiado pesados y macizos como para no ser lanzados contra algo.
Como tonteando, tiré uno. Nada. ¿Dónde habría pegado? Del otro lado ni un ruidito... “No hay nadie, nomás”, pensé. Y como quien no quiere la cosa, tiré otra tosquita. Otra vez, cero respuesta... Aprovechemos, medité en voz alta y ahí nomás usé toda la artillería: básicamente tiré casi media pila de tierra, aprovechando el vidrio abierto, dentro de la casa de los Santini.
Satisfecho, y muriéndome de las carcajadas por la que me había mandado, volví a lo de Jesús. “Cuando se encuentre con todo eso”, me felicité mil veces. Me había vengado. Y ya me imaginaba la cara de Ana dando con todos esos kilos de cascotes en el interior de su casa...
Lo cierto es que, mucho tiempo después, me enteré que mí jugarreta había sido peor de lo que yo la había pensado. Y que la tierra no había caído en cualquier parte sino en una de las habitaciones... y que los cascotes habían manchado camas, paredes, etc. Que había costado mucho sacar los rastros del barro. Y que menos mal que no me crucé con Don Santini por aquellos días. ¡Menos mal!
Ya de grandes, y dueños de una gran amistad, con Ana hemos rememorado esta anécdota más de una vez. Siempre entre risas, claro está. Y siempre dando cuenta de esos momentos... Evocaciones sin límites de tiempo en las que un par de chicos todavía hoy juegan a la agarrada mientras planean como pelar una planta de guindas. Y los adultos, sin más preocupaciones que pasear por la avenida cada domingo (con el Negro Contreras apoyado, de brazos cruzados sobre el pecho, en el pequeño paredón al frente de su casa, Eduardo Schena cortando el pasto, o Don Crocioni sentado en su reposera) dejan a propósito las ventanas abiertas cada vez que salen de sus casas...
Para olvidar el olvido...
1 comentario:
Claro, para el que lee esto yo era de lo peor,pero uds no eran ningunos santos!!! bien que me torturaban bastante!! Nosotras solo nos defendiamos!! Jesus y vos nos tenian a mal traer!!que buenas èpocas, y que bueno recordarlas! Santini nunca se enteró de lo que paso!!
Besos!
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