La escuela Nº 6 Juan Bautista Alberdi (Por Patricio Eleisegui)
Durante mi visita del mes pasado a Sierra de la Ventana sentí como necesidad volver a algunos de los lugares que más fuertemente quedaron marcados en mi memoria. Y que promovieron historias y aventuras que todavía hoy afloran; incluso en momentos impensados.
De estos sitios, la escuela Nº 6, mi primaria, sigue siendo uno de los principales, aun cuando el lugar ahora sea más grande. Y haya cambiado tanto respecto de la vez que por primera vez pisé su escalera y, casi al instante, Miriam De la Torre –maestra de 2º grado por entonces– frenó a un chico que corría alocadamente por el patio para que me muestre las instalaciones.
Ese pibe (no podía imaginarlo) terminaría siendo mi mejor amigo de la primaria. Emiliano Fernández. El Negro. Todo transpirado, apenas si me miró dos veces antes de servirme de guía. A los pocos días, descubrí que quería darme una paliza en complicidad con otros compañeros de grado. Claro, yo era el nuevo...
“Tenemos que agarrar a Patricio”, dijo el muy ladino, mientras le sacaba punta a su lápiz negro. “¿Ah, sí?”, contesté. Negro, ¿cómo no te avivaste que yo me sentaba justo al lado del cesto donde vos pelabas al pobre lápiz con el cuchillito tucán?
A partir de ahí no tuviste más remedio que hacerte amigo mío. Vos corrías más rápido que yo, pero eras mucho más duro jugando a la pelota. Y te la pasabas dando vueltas en esa bendita bicicleta de carrera azul que me costó más de un golpe ahí abajo cada vez que me la prestabas.
De estos sitios, la escuela Nº 6, mi primaria, sigue siendo uno de los principales, aun cuando el lugar ahora sea más grande. Y haya cambiado tanto respecto de la vez que por primera vez pisé su escalera y, casi al instante, Miriam De la Torre –maestra de 2º grado por entonces– frenó a un chico que corría alocadamente por el patio para que me muestre las instalaciones.
Ese pibe (no podía imaginarlo) terminaría siendo mi mejor amigo de la primaria. Emiliano Fernández. El Negro. Todo transpirado, apenas si me miró dos veces antes de servirme de guía. A los pocos días, descubrí que quería darme una paliza en complicidad con otros compañeros de grado. Claro, yo era el nuevo...
“Tenemos que agarrar a Patricio”, dijo el muy ladino, mientras le sacaba punta a su lápiz negro. “¿Ah, sí?”, contesté. Negro, ¿cómo no te avivaste que yo me sentaba justo al lado del cesto donde vos pelabas al pobre lápiz con el cuchillito tucán?
A partir de ahí no tuviste más remedio que hacerte amigo mío. Vos corrías más rápido que yo, pero eras mucho más duro jugando a la pelota. Y te la pasabas dando vueltas en esa bendita bicicleta de carrera azul que me costó más de un golpe ahí abajo cada vez que me la prestabas.
Todo en la escuela Nº 6. La misma que me volvió a enturbiar la mirada hace escasas semanas, cuando le mostré el lugar a mi mujer por primera vez (que, debo aclararlo, fue quien tomó las fotografías que aquí publico).
La galería sigue siendo la misma... los calefactores. El piso encerado en el que derrapé la vez que terminé en la sala de primeros auxilios por un corte profundo bajo la pera. Todavía guardo la cicatriz.
La galería sigue siendo la misma... los calefactores. El piso encerado en el que derrapé la vez que terminé en la sala de primeros auxilios por un corte profundo bajo la pera. Todavía guardo la cicatriz.
Ya no está el escenario de bloques -cubierto con esa suerte de alfombra morada- sobre el que reposaban todos los actos escolares. El recitado/canción patria que no nos salía (“Yo quiero ser granadero...”, dije una vez, en pleno 17 de agosto. Y me olvidé el resto. Todo el mundo aguardó minutos infinitos por una oración que no llegaba. Mi vieja no sabía dónde meterse...).
Tampoco está la cancha de básquet en la que metí un golazo casi de mitad de cancha en un partido contra el 4º de Gonzalo Reyes, Federico Caballero, Esteban Simon, el Tapa Massetti y compañía. La misma en la que, con Miguel Bauer y René Puhl, pintamos un mural horrible, basado en una suerte de Mazinger Z incongruente jugando al básquet. Espeluznante.
En mi último reencuentro pensé en todos esos momentos. En cómo las cosas adoptan nuevos perfiles. Cambian de rostro y de ropa. Te tratan de usted y te construyen una empalizada de ladrillos y alambre donde antes había una vista al río...
También pensé en cómo algunas de esas cosas son, en definitiva, un antojo de la imaginación. Y aunque costó al principio, puede volver a verme a los 5 años tomando coraje para entrar a la escuela nueva. Yo recién llegaba al pueblo. El Negro disparando. Los guardapolvos blancos porque recién era lunes.
Miré a través del vidrio de la galería y di otra vez con mis compañeros patinando en el piso encerado. Alguien había restaurado el escenario de actos para mí. Nuevamente, los padres. Del Tonga. Del Negro. De Lorena. De María de la Paz. Del Bobby. Del Agui. Del Jechu Montero. De Ariel. De todos. 17 de agosto. Mi vieja y el corte de pelo Carlitos Balá que me habían hecho casi para la ocasión
Tampoco está la cancha de básquet en la que metí un golazo casi de mitad de cancha en un partido contra el 4º de Gonzalo Reyes, Federico Caballero, Esteban Simon, el Tapa Massetti y compañía. La misma en la que, con Miguel Bauer y René Puhl, pintamos un mural horrible, basado en una suerte de Mazinger Z incongruente jugando al básquet. Espeluznante.
En mi último reencuentro pensé en todos esos momentos. En cómo las cosas adoptan nuevos perfiles. Cambian de rostro y de ropa. Te tratan de usted y te construyen una empalizada de ladrillos y alambre donde antes había una vista al río...
También pensé en cómo algunas de esas cosas son, en definitiva, un antojo de la imaginación. Y aunque costó al principio, puede volver a verme a los 5 años tomando coraje para entrar a la escuela nueva. Yo recién llegaba al pueblo. El Negro disparando. Los guardapolvos blancos porque recién era lunes.
Vi la cancha de básquet antes del mural. Los pasamanos rojos. El mástil y el arenero (en el que se definían interminables recreos de agarradas “varones contra mujeres”) del que fuera el jardín de infantes al que asistieron mis hermanos. Alguien pateaba muy alto la pelota y la mandaba al fondo de la panadería Switzerland...
Miré a través del vidrio de la galería y di otra vez con mis compañeros patinando en el piso encerado. Alguien había restaurado el escenario de actos para mí. Nuevamente, los padres. Del Tonga. Del Negro. De Lorena. De María de la Paz. Del Bobby. Del Agui. Del Jechu Montero. De Ariel. De todos. 17 de agosto. Mi vieja y el corte de pelo Carlitos Balá que me habían hecho casi para la ocasión
“Yo quiero ser granadero...”. Silencio. “Yo quiero ser granadero...”. Silencio. “Yo quiero ser granadero, tener mi sable y morrión... Y marchar por donde marcha, mi sagrado corazón”. Ahora sí me salió...
1 comentario:
Qué hermoso relato!!!hermoso lugar Sierra de la Ventana!!! estuvimos por alla con mi novio en enero de este año. Los dos somos maestros de primaria de la ciudad de bs. as. y nos gustaría mucho trabajar en esa escuela.No dudaría ni un segundo en mudarme alli.La gente del pueblo nos trató de diez y el paisaje es lindísimo.saludos!
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