La goleada en Saldunga (Por Patricio Eleisegui)
Año 1989, si la memoria no me traiciona. Por aquel entonces, poder jugar al fútbol durante la clase de educación física era una auténtica utopía. No sólo que nos veíamos obligados a practicar deportes insípidos como el softbol (juego al que todavía, voy a decirlo, no le encontré la gracia) sino que nuestras maestras de, por entonces, 6º grado de la primaria no entendían que lo único que pasa por la cabeza de un chico a los 11 años es patear una pelota.
Muy por el contrario, desde Ana Bellabarba, directora de la Escuela Nº 6 Juan Bautista Alberdi, hasta maestras como Kuky Aiello o Celia Pohle no entendían que lo mejor de la vida era mandar a guardar un centro “a la olla” o pegarle un puntinazo a la bola de trapo (más precisamente, de medias viejas, -prendas cedidas gentilmente por Ariel Scarfi, que tiraba los penales a fundir-) para poner el 1-0 un segundo antes del timbre que ordenaba volver a clases.
Así estábamos, penando por la censura futbolística, hasta que un día apareció de la nada un petizo retacón (pelado adelante pero con melena a lo “Comitas” atrás) que se ofreció para hacernos correr un poco en gimnasia y, de paso, nos permitió acariciar con nuestros empeines ásperos de patear medias de toalla un hermoso “fobal” número 5: Ramoncito Ramírez. Uno de los panaderos de “Switzerland”.
Pocos días después, Ramoncito hizo un anuncio que todavía hoy recuerdo como uno de los desafíos más difíciles –y, por eso mismo, atractivo– de afrontar. “Chicos, júntense... Miren, hay posibilidades de que juguemos un partido contra Saldungaray. Allá...”, disparó, mientras hacia rebotar la pelota en la cancha de básquet de la escuela.
Había que entrenar. Mucho. Íbamos a usar camiseta (¡Con número y todo!) No era necesario jugar con botines (Justo: yo no tenía...) Y así nos embarcamos en pos de una quimera: vencer a Saldungaray en su propia cancha. En un pueblo que, históricamente, siempre mantuvo una rivalidad amistosa con Sierra.
Los valientes que ahora me vienen a la memoria son los siguientes: Emiliano Fernández, Baltasar Ibarrola, Mauro Blanc, Jesús Montero, Miguel Bauer, Ariel Scarfi, Hugo Tucker, Francisco Del Pino, entre otros. Claro, yo también integraba la nómina... pero lo cierto es que fueron más, aunque finalmente unos pocos integramos el seleccionado de enanos de 11 años.
Pasaron los atardeceres de 3 abdominales al grito de “¡ya está, Ramoncito! no damos más” y 3 horas seguidas jugando 7 contra 7. “Miren que en Saldungaray juega un pibe que la gasta, Freddy Cardoso, que lo vinieron a ver de Boca... y también el Tiyo Rohlman, y otros más grandes”, nos atemorizaba Ramón...
Pero, a nosotros ¿qué nos importaba? Queríamos salir con camisetas y pegarle al arco desde la mitad de la cancha. Darles un baile sin siquiera preocuparnos por jugar en equipo, “parar la defensa así, por si ellos avanzan por la derecha”, y robarnos la ovación de miles de personas que, suponíamos, iban a abarrotar la capacidad de la cancha del Club Porteño.
Lo único que teníamos en mente era tenerla en el pie, dar uno, dos, tres zancadas y pegarle “un chumbazo” al ángulo. Ese ángulo que sólo podíamos imaginar porque en la escuela de Sierra marcábamos los arcos con buzos y camperas. También barajábamos la opción “maradoniana”, aunque la única gambeta que nos salía era un previsible enganche hacia adentro con la pierna más hábil.
En mi caso, las cosas iban peor: soy zurdo y Ramoncito me hacía jugar de 7. El único puntero derecho –wing, para que suene importante– de la historia del fútbol argentino que manejaba mejor la izquierda antes que la derecha. Mi destino era tan contradictorio como la posición que tenía que ocupar dentro de la cancha...
Llegó el día. Mejor dicho, la noche del encuentro... En la cancha del Club Porteño no sólo no había tribunas, sino que además la concurrencia apenas si llegaba a las 50 personas. Todos estaban pegados al alambrado. Claro, si los que jugaban eran todos hijos, primos, hijos de vecinos, de Sandunga...
Para honrar mi buena suerte, me tocó ir al banco. “¿Cómo que al banco si yo tengo la 7 y la 7 es del titular?”. “Arranca jugando el Tapa Masetti, Patricio. Dale, sentate”. Igualmente, no estaba solo: Emiliano Fernández, mi mejor amigo por aquellos años, también había sido degradado a suplente. Con la bronca entre los dientes nos sentamos a mirar el partido.
Ataca Saldungaray. Corner para Saldungaray. Gol de Saldungaray. “Che, ¡ese pibe lo metió olímpico!”. Sí, el primer gol fue un corner olímpico. Por aquel entonces estaba de moda pegarle al arco directamente desde el tiro de esquina. Comba, chanfle: el famoso “tiro envenenado”. Claro, estaba en boga para todos menos para nosotros, que teníamos que hacer el corner en dos toques porque no llegábamos de una al área...
“Entrá, Patricio”. “Dale, Emiliano, vos también entrá”. Eleisegui (o sea, yo) sale a marcar a la mitad de la cancha (recordemos: yo era delantero ¿qué hacía jugando de 5?) y no sólo se lo sacan de encima con un amague, sino que además el recién ingresado se come un caño en la jugada siguiente.
Pero el destino es justo. Siempre es justo. Y yo, heredero funesto del gran Oreste Omar Corbatta, del endiablado Loco Housemann; del certero Alfredo Graciani, piqué por la punta derecha en un contraataque desesperado y, casi sin querer, me vi envuelto en un enriedo de piernas y pelota en el área de Saldungaray.
Emiliano traba con el arquero en el vértice izquierdo del área chica... la bocha se abre a la derecha, sola, libre... guardavallas y atacante son superados por un balón que pica tranquilo rumbo al saque de meta, casi en paralelo al arco. Una pelota que, como pidiendo permiso, queda justo en la zurda de un Eleisegui que llega a la carrera. Que ajusta la mira. El arco libre. De frente. Mide el espacio entre los dos palos. Ve, de soslayo, el puño apretado de Ramoncito. Repasa los insultos de la hinchada local. Y elige el disparo seco, a rastrón, seguro, al rincón de las arañas...
Y la tira afuera.
La tira afuera...
Fue la oportunidad más clara de Sierra de la Ventana en todo ese partido. Obviamente, luego de errar ese gol imposible fui reemplazado. Saldungaray nos llenó la canasta. Nos metieron otro gol olímpico y redondearon, casi sin transpirar, un amable 6 a 0. El famoso Freddy Cardoso, a quien luego traté en épocas de secundaria, nos pintó la cara a su antojo.
Superados los 9 Km de distancia que separan a Sierra de Saldungaray, todo fue olvidar rápidamente lo sucedido. Incluso se habló de una revancha, pero la mayoría de nosotros desistió de la idea. Lo cierto es que todo el trajín previo a la goleada significó, para aquellos pibitos de 11 años, una de las primeras ilusiones con nombre y apellido.
Fue dar todo, concretar una auténtica epopeya, con los mejores amigos que uno podía tener. Un grupo en el que a la hora del picado nos elegíamos de memoria, sin necesidad del cruel y lapidario “Pan y Queso”. La magia de ser realmente un equipo, aunque el fútbol no fuera lo nuestro. En simultáneo a ese sentimiento: la belleza de jugar por jugar.
Imborrable.
Vivencias de ese estilo son las que hacen que, a 18 años de aquel suceso, uno salude con un burlón “qué hacés, Ramoncito” a amigos ubicados a cientos de kilómetros de distancia. A compadres a los que hace años no se los ve en persona. Pero que comparten hechos y palabras que significan lo mismo. Que son parte feliz de una historia en común. Inquebrantable...
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