Lo de Crocioni (Por Patricio Eleisegui)
Mil veces pensé en dedicarle unas palabras. Quizás, porque lo que me dijo un amigo hace un buen tiempo ahora cobró real significado. Y también porque, debo decirlo, no pude evitar llevarme una imagen de esa esquina la última vez que visité Sierra de la Ventana; hace poco más de dos meses.
Lo cierto es que ahí estaba: “lo de Crocioni”. En la esquina de San Martín y Galileo Galilei. Como en tantos años. “Eso de ir a comprar a lo de Crocioni... tarda mil años en atenderte. Hasta que te corta el fiambre... te pesa el pan...”, me quejé en 101 oportunidades.
Mi amigo Gastón estaba en la vereda de enfrente: “a mí me parece muy bueno... anota los numeritos. No usa calculadora. Envuelve todo doblando con cuidado el papelito... ‘qué necesitás’. Sin necesidad de correr... todo con cuidado...”.
La despensa de Crocioni olía a galleta de campo y madera. Siempre con la canasta habitada por algún que otro felipe y una especie de alacena a sus espaldas en la que apilaba latas que nunca compré. “Decíle que se lo pago mañana”, me comprometía mi viejo.
Y Crocioni accedía... “¿Tu papá?”, preguntaba a veces. “Está de viaje”, creía gambetearlo. Crocioni la dejaba pasar y cortaba con habilidad de relojero 150 de queso y 150 de salame.
Recuerdo la vereda de cemento con monedas incrustadas... me veo de chico tratando, ingenuamente, de sacar alguna de ese piso inexpugnable...
Un día, Crocioni se sumó al deporte del momento y construyó una cancha de paddle. Justo frente a la esquina de la despensa. Eran épocas de paletazos contra la pared y discusiones con Bobby Del Pino por pelotas que para él siempre eran malas...
Más allá del furor, lo cierto es que Crocioni no apostó todas sus fichas a redes y paredones, sino que siguió, estoico, al frente de su negocio. Y no había domingo de verano que no se lo viera en su reposera peleando por un poco de aire fresco.
En el negocio, todo seguía igual. Incluso esa calcomanía que exhibía la figura de un cerdo que, con delantal de carnicero y entre lágrimas, pesaba chacinados a la sombra de un cartel que decía, precisamente, “Hoy, chorizos”.
Lo cierto es que muchas de esas cosas me hablaron al oído cuando, hace un par de meses, pasé frente a la despensa de Crocioni. Que, casi en sintonía con lo que sucede hoy en Sierra, había cambiado.
Sí: el lugar se había modernizado. Y ya no tenía la tradicional entrada en plena esquina. No señor, ahora a lo de Crocioni se ingresa por la puerta que da a la avenida San Martín. La despensa incorporó carteles de publicidad, sillas en la vereda y hasta un toldo.
¡Mirá lo de Crocioni!, exclamé, con sorpresa. Y reí un poco también... por lo bueno de las cosas que, aunque cambian de peinado, siguen estando en su lugar. El local estaba cerrado... eran poco más de las 2 de la tarde. Sin dudas, había cosas que aún eran iguales.
Al pasar frente a la despensa, recordé las palabras de Gastón. “A mí me gusta que el almacenero corte el papelito... anote los números uno abajo del otro con la lapicera Bic azul... sume de memoria y dos veces para no equivocarse”. Me di cuenta que yo siempre había compartido esa visión... sólo que no me di cuenta hasta un buen tiempo después.
Lamentablemente, mi última visita a Sierra de la Ventana fue tan corta que no pude ver a Crocioni. Ni siquiera de lejos y en su reposera. Obviamente, dudo que él me recuerde (creo que siempre confundió mi nombre con el de mis hermanos).
Pero tengo pensado hacerme una escapada al pueblo en breve. Un día cualquiera. Cruzar la puerta. Buscar con la vista las balanzas anaranjadas. Estrecharle la mano...
Y después pedirle, como hace tanto tiempo, “Crocioni, véndame el pan más blanco”. Y 150 de queso. Y 150 de salame...
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