11 octubre 2006

De cómo el Guacha Gorda nos salvó la vida (Por Patricio Eleisegui)

Si mal no recuerdo, corría el año 1986. Mi viejo nos había dejado -a mi hermano, Jonatan, y a mí, 5 y 8 años, respectivamente- en el auto (un Ramblert blanco, destartalado, modelo indeterminado) al tiempo que él ocupaba su tiempo en charlar cómodamente en el interior de la casa de Alessandrini (sí, el padre de Quique) Estábamos -me falla la memoria- en la calle que desciende bordeando la estación de servicio YPF (que por entonces pertenecía a los padres de Gastón Llado) y desemboca en la avenida San Martín. Básicamente, estábamos estacionados sobre la pendiente de la calle de piedras...

Quién sabe a qué jugábamos en ese momento con mi hermano cuando, como buenos maricones, empezamos a imaginar que el auto se movía. “Me parece que se le salió el cambio”, comentaba Joni, cada vez de manera más recurrente...

Ni que hubiésemos llamado a la mala suerte... De pronto, como disparado, el auto se precipitó vertiginosamente por la bajada y nosotros... blancos: ubicados en el asiento de atrás... Inevitablemente, íbamos a dar con la avenida... en la que siempre había más de un auto dando vueltas a buena velocidad (entre ellos, el falcon del “Loco” Casas)

Pero...

Desde la nada...

Un tipo algo regordete apareció y, parándose delante de la máquina, siempre a pie firme, detuvo el auto en plena carrera. Todavía lo recuerdo: las manos apoyadas en el capot blanco. Las venas del cuello brotadas por el esfuerzo inesperado. El gesto de que no iba a aguantar mucho. Mi hermano llorando y yo congelado... Si mal no recuerdo, de una de sus muñecas colgada una bolsa de nylon con cosas del supermercado ¿vendría de comprar en la despensa de Beli?

Lo cierto es que, mientras el desconocido aguantaba el peso del auto, un rayo iluminó la cabeza ya semipelada de mi viejo. Y a la carrera, llegó hasta el coche y nuevamente lo puso en cambio: nos habíamos salvado...

Fugaz. Del mismo modo en que apareció, así se fue también nuestro salvador: se hizo humo. Con el tiempo, supe que le decían el Guacha Gorda. Que había perdido un dedo en Malvinas y que tenía un corazón de oro.

Ya de adolescente, lo vi más de una vez trepándose a la carrera al autobomba estropeado de los bomberos; esos locos valientes que más de una vez desafiaron (y, de seguro, aún desafían) los grandes incendios que en las sierras siempre provoca algún soberano idiota...

Recuerdo que una vez, en una excursión de los bomberos a la sierras, el Guacha Gorda fue mordido por una yarará. Y que estuvo internado. Muy mal. Muy mal... Pero se recuperó... y no sé si no volvió a trabajar, más tarde, en la panadería de Schumacher... No sé...

Lo cierto es que hoy, 10 de octubre de 2006, a las 10.15 de la noche, en el barrio porteño de Parque Patricios, la imagen del Guacha Gorda (del que nunca supe su nombre) vuelve nuevamente a pararse frente al Ramblert para salvarnos a mi hermano y a mí...
Y no puedo menos que dedicarle estas líneas... Esté donde esté.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Patricio, me gusta la manera en que contas las cosas, me llegan, las vivo... un abrazo grande che, me alegra saber de vos...

Soy Ezequiel Valles

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